“Rodríguez”.
Francisco Espínola.
Como
aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el
medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho
estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de
avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento,
él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más
que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que
desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento.., y
se le apareó.
Desmirriado
era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los
costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos
le sobresalían. A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el
hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante,
tamaña atención a los bigotes no le sentaba.-¿Va para aquellos
lados, mozo? - le llegó con melosidad. Con el agregado de semejante
acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la
culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno,
lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la
gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo
que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá...
y simpaticé enseguida!
Le
clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el
interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un
cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de
golpe, quedó cual la del cordero.
-Por
eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te
gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta? Brusco escozor le
hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el
indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez
volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que,
inclinándose a un lado del zaino, escupió.
-Alegrate,
alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el
mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del
bigote-. Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te
gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los
lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al
momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe
político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los
tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que
elegir.
Muy
fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre
sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez. -Mirá, vos no
precisás más que abrir la boca...-¡Pucha que tiene poderes, usted!
-fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio,
aburría al cargoso. Este, que un momento aguardó tan siquiera una
palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la
barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza
se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se
le había tapado la boca. Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué
silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas!
De
golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos,
cada cual con su ruido. A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó
por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el
trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución, el de los
bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos
espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin
de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás,
Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo! Y siguió cabalgando en un
tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había pasmado a
Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre
los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse,
manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:-¡Mirá! La rama se
hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de
la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con
altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los
silbidos entre los pastos.
Registrábase
Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido
del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que
le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada
solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:¡No te molestés!
¡Servite fuego, Rodríguez! Frotó la yema del índice con la del
dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla
entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la
presentó como en palmatoria. Ya el cigarro en la boca, al fuego la
acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.-¿Y?... ¿Qué me
decís, ahora?-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada
Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al
pegajoso. Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un
baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con
creciente ahínco, la mente hecha un volcán.-¿Ah, sí? ¿Con que
pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en
las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada.
Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón,
presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le
estuviera ya echando humo el cuero.-¿Y esto otro? ¡Mirá qué
aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la
noche. Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre.
Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo
hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en
torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por
grande que fuera, no tenía peligro para el zainito. -Hablame,
Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?...
¡Fijate!-¿Eso? Mágica, eso. Con su jinete abrazándole la cabeza
para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de
cola.-
¡Te
vas a la puta que te parió! Y mientras el zainito -hasta donde no
llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy
campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra
vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas
enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los
sauces del paso.
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