Genero narrativo
Puedes ver los siguientes videos:
http://youtu.be/y6B0id2IdwA
En este espacio encontrarás textos, adaptaciones audiovisuales y material complementario al curso. Blog pensado para alumnos de CES y CETP.
sábado, 27 de abril de 2013
Recursos
literarios
Herramientas
que se emplean para hacer el lenguaje más original, atractivo y
estético. El autor utiliza conscientemente tales herramientas para
provocar cierto efecto en los lectores (emociones, sensaciones y/o
despertar ciertas ideas).
Gradación: aumento
gradual de un elemento del texto. Por ej. A lo largo del primer
momento de “A la deriva” se hace referencia al aumento gradual de
los efectos físicos que provoca el veneno, primero son
“dos gotitas de sangre…”, luego “dos puntitos violetas…”,
“…tirante abultamiento…”, “…fulgurantes
puntadas que como relámpagos…”, etc.
Comparación: Es
un recurso que establece una relación de semejanza entre dos
términos vinculados por el nexo “como”. El término que aparece
en primer lugar es el comparado (para identificarlo podrías
preguntarte ¿De qué se está hablando?), el segundo término es el
elemento comparante (para identificarlo podrías preguntarte ¿Con
qué elemento se lo comparada?, corresponde al elemento externo).
Por
ej. "la carne desbordaba como una monstruosa morcilla", el
primer término es el comparado ("la carne"), el segundo
término es el comparante ("morcilla"), unidos por un nexo
("como").
Paralelismo
psicocósmico: Recuso
literario que establece un vínculo (similitud) entre el estado
anímico del personaje y los elementos de la naturaleza.
Por
ejemplo: en “A la deriva” (“…dirigió una mirada al sol que
ya trasponía el monte…) se establece una identificación entre el
día y la vida, a medida que se acaba el día también se acaba la
vida de Paulino.
Antítesis: recurso
que consiste en contraponer una frase o palabra a otra contraria. Por
ej: "...metálica sequedad de garganta" / "...sed
quemante...", los términos metálica y quemante se oponen, es
decir, se unen dos conceptos que se excluyen por sí solos.
Aliteración: recurso
que consiste en la repetición notoria de dos o más sonidos iguales
o parecidos a lo largo de un verso, estrofa o frase. Por ej. "ronco
arrastre de garganta reseca".
Personificación: Atribuir
a los objetos o animales características propias de las personas.
Metáfora: Figura de sustitución, un término visible o metaforizante sustituye a un término oculto o metaforizado. El término visible es el que aparece en el texto.
Metáfora: Figura de sustitución, un término visible o metaforizante sustituye a un término oculto o metaforizado. El término visible es el que aparece en el texto.
“Rodríguez”.
Francisco Espínola.
Como
aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el
medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho
estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de
avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento,
él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más
que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que
desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento.., y
se le apareó.
Desmirriado
era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los
costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos
le sobresalían. A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el
hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante,
tamaña atención a los bigotes no le sentaba.-¿Va para aquellos
lados, mozo? - le llegó con melosidad. Con el agregado de semejante
acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la
culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno,
lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la
gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo
que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá...
y simpaticé enseguida!
Le
clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el
interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un
cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de
golpe, quedó cual la del cordero.
-Por
eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te
gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta? Brusco escozor le
hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el
indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez
volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que,
inclinándose a un lado del zaino, escupió.
-Alegrate,
alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el
mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del
bigote-. Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te
gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los
lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al
momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe
político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los
tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que
elegir.
Muy
fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre
sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez. -Mirá, vos no
precisás más que abrir la boca...-¡Pucha que tiene poderes, usted!
-fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio,
aburría al cargoso. Este, que un momento aguardó tan siquiera una
palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la
barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza
se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se
le había tapado la boca. Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué
silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas!
De
golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos,
cada cual con su ruido. A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó
por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el
trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución, el de los
bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos
espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin
de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás,
Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo! Y siguió cabalgando en un
tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había pasmado a
Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre
los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse,
manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:-¡Mirá! La rama se
hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de
la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con
altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los
silbidos entre los pastos.
Registrábase
Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido
del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que
le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada
solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:¡No te molestés!
¡Servite fuego, Rodríguez! Frotó la yema del índice con la del
dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla
entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la
presentó como en palmatoria. Ya el cigarro en la boca, al fuego la
acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.-¿Y?... ¿Qué me
decís, ahora?-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada
Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al
pegajoso. Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un
baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con
creciente ahínco, la mente hecha un volcán.-¿Ah, sí? ¿Con que
pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en
las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada.
Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón,
presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le
estuviera ya echando humo el cuero.-¿Y esto otro? ¡Mirá qué
aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la
noche. Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre.
Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo
hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en
torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por
grande que fuera, no tenía peligro para el zainito. -Hablame,
Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?...
¡Fijate!-¿Eso? Mágica, eso. Con su jinete abrazándole la cabeza
para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de
cola.-
¡Te
vas a la puta que te parió! Y mientras el zainito -hasta donde no
llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy
campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra
vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas
enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los
sauces del paso.
“A
la deriva”.
Horacio
Quiroga.
El
hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el
pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una
yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El
hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de
sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura.
La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro
mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las
vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó
por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche.
Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa
hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un
ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los
dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban
ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento
parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió
incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la
frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El
hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el
medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en
la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una
mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El
Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes,
altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las
orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque,
negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla
lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en
incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y
reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su
belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El
veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y
aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída
del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas
estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
Audiolibro: http://www.ivoox.com/a-la-deriva-horacio-quiroga-audios-mp3_rf_279217_1.html
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
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